Hoy te quiero contar una historia. La historia de una niña que ya, desde muy chiquita, era insegura, autoexigente, perfeccionista, tenía miedo y además era muy sensible.
Sus padres notaron desde el principio que se trataba de una niña sensible a las emociones, tanto las suyas como las de los demás. Era una niña muy exigente consigo misma, pues así la habían educado sus padres con el mayor amor y la mejor de las intenciones.
Esta niña fue creciendo y se convirtió en adolescente. Desde temprana edad, ligaba con estados de ánimos de ansiosos y depresivos. Sus padres, al verse impotentes, la llevaron a un psicólogo a los 16 años. Estaba pasando por su primera depresión.
Su afán de perfección, su creencia de no ser suficiente y no estar a la altura, hacía que realmente se sintiera frustrada y triste. Al parecer su padre, cuando ella nació, sufrió la llamada crisis de los 40. Era un hombre muy correcto, muy buena persona y, como a su hija, no le gustaban los imprevistos. Se sentía incapaz de cuidarla y lo pasó mal durante un tiempo. Esa sensación de insuficiencia e incapacidad para manejar la situación se transmitió de padre a hija y se quedó grabada a fuego en la piel y el ADN de la niña. Ella no sabía de dónde venía todo su malestar ni comprendía su afán por ser perfecta. Se sentía rara, diferente, como que no encajaba...
Comenzó la universidad y tenía que demostrar a sus padres, que ella era capaz de sacar un carrera difícil. No se daba cuenta de que, en realidad, no era a sus padres a quien quería demostrárselo, sino a sí misma.
Esta chica perdió a su padre a los 23, cuando ni siquiera había acabado su carrera universitaria. No pudo demostrarle que había obtenido el título de ingeniera. Ella siguió la corriente establecida por la sociedad y acabó teniendo éxito en el trabajo pero estaba vacía por dentro. Sentía que no estaba siendo fiel a sí misma y que no había encontrado su camino. Estaba siempre triste, irascible y acabó enfermando.
Su cuerpo le habló y expresó lo que ella no fue capaz de decir con palabras. Comenzó su viaje al interior de sí misma. Con un retiro personal de casi 6 meses. Las circunstancias de su vida durante este tiempo fueron adversas y tuvo más de un pequeño declive debido a causas del destino y que ella no podía controlar. Hasta que un día... por fin, se quitó la venda de los ojos y comenzó a comprender todo.
Se había identificado mucho con esa niña perfeccionista y que tenía que demostrar a los demás que ella era suficiente y normal. Hasta que comenzó a cuestionarse de dónde venían esas creencias. Se dio cuenta de que no tenía sentido hacer las cosas por y para los demás y comenzó a escucharse a sí misma.
Cambió por completo su rutina de hábitos, comenzó a realizar ejercicio físico de forma frecuente y comenzó a practicar la meditación a diario. Todo esto le propició encontrarse con lugares oscuros de su interior que rechazaba. Se topó con sus mayores miedos e inseguridades puesto que, además, la vida se las puso por delante. Y comprendió que hay muchas cosas que no podemos controlar pero que sí podía controlar una cosa: su estado interno.
Comenzó a ver la vida con otros ojos y comprendió todo. Comprendió que su padre la amó desde el primer minuto que la vio y que la mochila de su padre era independiente del amor que él sentía por ella. Comprendió que éste, estando en otro plano, era testigo de todos sus logros y estaba muy orgulloso de ella. Y lo mejor de todo, esta chica por fin, encontró su propósito en la vida: honrar la salud mental y ayudar a otras personas en momentos difíciles.
Puedo decir orgullosa que esa niña soy yo, Laia Pérez Ríos. Estudié informática porque nunca me paré realmente a escuchar qué quería yo sino que seguí la corriente. No culpo a nadie, pues al fin y al cabo, somos los únicos responsables de nuestras decisiones. Y ahora, por fin me encuentro en coherencia conmigo misma y dedico tiempo a lo que verdaderamente me gusta.
Ya no me afectan las opiniones de los demás puesto que he aprendido la lección: sé fiel a ti misma y no tendrás que complacer a nadie.
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